El destino me regaló una llave. O tal vez fui yo quien acertó a estar donde debía estar para poder recibirla. Ahora, en otro momento, el destino me ha alejado de esa llave maravillosa. O tal vez he sido yo quien ha perdido el lugar en que debía estar para poder seguir disfrutándola. Puertas que se cierran, ventanas que se abren o viceversa, decía la voz popular. Pero cada llave es cada llave y ninguna sustituye a otra ya que cada una abre espacios y tiempos diferentes.
Esbocé un proyecto artístico hace años que se titulaba Llaves, sin saber lo que vendría, sin saber lo que ha venido. Y lo que se ha ido. En ese punto comencé mi ponencia el pasado viernes en el XXV Congreso de la Sociedad Castellano-Leonesa de Filosofía: presencias y ausencias. Este verso de Pedro Miguel Lamet me sirvió como pórtico: ¿Dónde están los que estaban? También es una clave desde la que vivir, una involuntaria clave en la que nos instala la vida a medida que vivimos. Para mí es especial el capítulo de las presencias y las ausencias sonoras. Y transformo, entonces, el verso de Lamet para preguntar ¿dónde suenan las voces que escuchábamos? ¿Dónde están los paisajes sonoros que nos rodearon? ¿Qué nos queda del sonido, comparado con las presencias fotográficas que comenta Barthes en su Cámara lúcida? Nos quedan las evocaciones de aquello que sonó alguna vez y no volveremos a escuchar. Nos queda la pérdida de aquellos paisajes sonoros. Y nos queda la huella indeleble de aquellos sonares en nuestra identidad. Llaves de nuestra interioridad también, aunque más misteriosas, que nos asaltan algunas veces sin que sepamos bien por qué.